domingo, 5 de mayo de 2019

Flaupassant

Como este blog es una especie de mensaje en una botella de un náufrago, me siento libre para escribir lo que me apetece. El barco en el que Ricky Mango navegaba zozobró hace ya tiempo, allá por los albores del siglo XXI. Ha sido un naufragio lento y previsible. El náufrago consiguió ganar la orilla de una pequeña isla, y desde ella otea todos los días afanosamente el océano virtual, en busca de buques de bandera amiga.

Pero Ricky Mango no tiene bandera. Arrió la bandera negra hace ya tiempo, y ahora prefiere mirar a su alrededor como un antropólogo del siglo XXXVII extraviado en el túnel del tiempo. Ricky Mango busca los colores estimulantes de la transgresión, pero sólo encuentra anodinos grises de complicidad. Después de haber leído a Stendhal, ¿qué interés pueden tener Paulo Coelho o Carlos Ruiz Zafón? Después de haber confraternizado con los espíritus de Alvar Núñez, de Jules Verne, de Alfred Kubin, de Choderlos de Laclos o de Guy de Maupassant, ¿a quién podría importarle que Jorge Herralde se emborrache elegantemente, rodeado de acólitos ovinos, los viernes por la noche en un bar 'exquisito' junto a la calle Tuset de Barcelona?

Pero todo esto era el introito. Lo que yo quería, en realidad, era hablar de Maupassant. Y de Flaubert. Algunos autores maliciosos han sugerido que Guy de Maupassant era en realidad hijo de Gustave Flaubert. La obsesión de Maupassant por las paternidades dudosas confirmaría, no sólo que lo era, sino que además lo sospechaba. O quizá, incluso, lo sabía.

Descubrí a Maupassant en 1984, en la cama de un hotel de Ginebra. Hôtel Lido. Rue Chantepoulet. En aquella cama, durante un mes, devoré uno tras otro varios libros de aquel autor adquiridos en la librería Payot. Fue una revelación. Lo que Maupasant describía en aquellas narraciones era ni más ni menos que mi propia alma. Aquella pasión por el Mediterráneo y por los encantos femeninos, aquellas ansias de vivir, aquella fina pluma que describía como un óleo de Renoir la campiña francesa o como una composición de Caravaggio el mineral de las pasiones humanas resonaban en mi interior con armónicos de octava perfecta.

Hoy, muchos años y muchas líneas de texto después, creo que a las narraciones de Maupassant les sobran adjetivos. Pero la fuerza de su humanidad sigue incólume. He releído uno de sus cuentos que más me emocionó: 'Le baptême'. Un bautizo campagnard dibujado con fino pincel, en apenas tres páginas. Una fiesta rural, estrepitosa, y una criatura -el recién nacido- que alguien coloca entre los brazos del párroco. ¿Qué hacer con aquel niño tierno y frágil que palpita, como una flor nueva, apretado junto a la sotana? Todos están ya a la mesa. Ríen y bromean. El niño entonces rompe a llorar, y la madre lo acuesta en alguna habitación de la casa familiar. Los postres, por fin, concluyen. Anochece.

Y, de pronto, alguien cae en la cuenta de que el párroco ha desaparecido. ¿Dónde se habrá metido aquel hombre, el buen abbé? La madre entonces, a tientas, entra en la habitación donde duerme el pequeño y percibe un ruido inquietante, un movimiento. Alarmada, acude en busca de los demás. Y el grupo familiar, casi en tropel, penetra en la habitación con una lámpara, dispuestos a todo.

Allí precisamente estaba el buen cura, arrodillado junto a la cuna del niño, su frente apoyada en aquella misma almohada. Sollozando.

***

Después, rebuscando por Internet, he encontrado un artículo de Maupassant sobre Flaubert. Para poder publicar Madame Bovary, don Gustave tuvo que consentir que dos oscuros editores mutilaran su texto sin piedad. Aquella novela, sentenciaban los entendidos, era demasiado farragosa. Para suscitar el interés del público había que podar los pasajes excesivos, los párrafos más aburridos. Había que dejarla coqueta y decorativa, como un envoltorio para regalo confeccionado en unos grandes almacenes.

Me consuela comprobar que los 'entendidos' no han cambiado de estilo. Siguen cultivando esa gris complicidad con los clichés de su época. Esa mediocre adhesión a los estereotipos que ellos mismos han imbuido en la sociedad.

Menos mal que, al igual que Flaubert, las sociedades humanas padecen, de cuando en cuando, perturbadoras crisis epilépticas.

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¿Bueno o malo?

El descubrimiento de que es posible obtener células madre de la piel y, probablemente, de casi cualquier otro tejido, ha cambiado radicalmente el panorama de la investigación genética. Para empezar, la manipulación de embriones no será ya necesaria, y los que consideran que un embrión de unas cuantas células es un ser humano podrán respirar tranquilos. De hecho, el creador de la oveja Dolly ha decidido ya tirar la toalla y dedicarse a otra cosa.

Al igual que tantas otras tecnologías desarrolladas por el ser humano, esta podría tener consecuencias que superan nuestra imaginación actual. Provisto de una técnica sofisticada para controlar el desarrollo de las células madre, cualquier biólogo podrá en el futuro crear variedades de la especie humana a gusto del consumidor. Podremos modificar nuestro aspecto exterior para parecer más atractivos, rejuvenecer prácticamente a voluntad, modificar la morfología de nuestro cuerpo para adaptarnos mejor a determinadas tareas o máquinas, o incluso, tal vez, desarrollar alas y aprender a volar. Y todas esas transformaciones serán reversibles.

Fuera bótox. Se acabaron los pechos de silicona y los calvos involuntarios. ¿Quieres causar impresión en la próxima fiesta de disfraces? Acude con rabo de demonio, con pelo de pantera o con cuerpo de centauro. Si eres alpinista o ejecutivo, hazte instalar un segundo corazón, por si las moscas. O, si te atrae más la vida bohemia, guarda un hígado de repuesto en la nevera y alcoholízate sin temor.

En la medida en que son, simplemente, instrumentos para conseguir resultados, las tecnologías no tienen color moral: simplemente, facilitan las cosas. Para bien o para mal. Una caja de fósforos nos ahorra muchas horas de frotar un palito contra una madera, pero una minoría de desaprensivos los usan para incendiar bosques. Por eso, una sociedad que quiera sobrevivir nunca deberá olvidar que algún tipo de moral será siempre necesaria.

Porque el mal, como el bien, forma parte de los instintos humanos, y no se arredra ante la falta de tecnologías. Si no conoces el cemento, trenza hojas de palma; si en tu témpano no hay zapaterías, desuella una nutria. Antes de inventarse las armas de fuego, fue inevitable inventar la catapulta, el aceite hirviendo, el arco, la jabalina. Tecnologías para construir o para destruir: siempre buscando atajos.

Naturalmente, para cada descubrimiento necesitamos también una palabra. En griego clásico, por ejemplo, el arco se llamaba toxon. Nos suena a otra cosa, ¿verdad? Efectivamente, hubo un tiempo en que las puntas de las flechas estaban envenenadas y, cuando decimos hoy que una sustancia es tóxica, estamos rememorando sin saberlo aquella época en que nuestros antepasados se defendían, o atacaban, a golpe de arco.

Otro nombre con que se conocen los venenos es ponzoña. En francés y en inglés, poison. Curiosamente, esta palabra proviene del latín potio, que significaba bebida. De ahí, pócima, poción, e incluso el adjetivo potable. ¿Son, pues, las bebidas intrínsecamente buenas, o malas? Depende.

De hecho, pueden ser ambas cosas. Sobre todo en la Edad Media, en que los dos ingredientes más fuertes de la vida eran el amor... y la muerte. No hay más que leer la Celestina. Por eso, en español usamos ahora la palabra veneno, que originalmente significaba 'brebaje de Venus'. Es decir, 'brebaje de amor'. Como decían nuestras abuelas, los extremos se juntan.

Acordáos de esa etimología la próxima vez que veáis en el cielo brillar a... Venus.

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El color del cristal

La mañana hoy era soleada, espléndida. Sin pensarlo dos veces, me he subido a mi bicicleta y he paseado largo rato por la ciudad. Por las mañanas, el barrio del Mercado Central rebosa de animación, y los grupos almorzando en las terrazas de los bares devuelven a la ciudad ese sabor popular que yo creía perdido.

Desplazarse en bicicleta tiene muchas ventajas. En unas pocas horas uno puede, si lo desea, recorrer una ciudad del tamaño de Valencia, e incluso detenerse en una de esas terrazas el tiempo necesario para saborear un café. Por eso, casi siempre que exploro la ciudad en bicicleta descubro algo nuevo.

Hoy, muy cerca precisamente del Mercado Central, en una callejuela peatonal salpicada de librerías de lance, me ha sorprendido ver un espacioso local con un pomposo título: 'Museo de Cultura Contemporánea'.

Últimamente, aquí todo son museos. Doblas una esquina, y te encuentras con un museo. De qué, da igual. Desde que España es un país rico, los museos forman parte de la vestimenta de las ciudades. Bollullos del Marquesado: Museo de Alfarería. Villaconejos del Cerro: Museo del Esparto. Viveiros del Río: Casa-Museo del Orujo. Y así sucesivamente.

Naturalmente, a falta de publicidad todos estos museos de nuevo rico están siempre vacíos. No están hechos para fomentar la cultura, sino para presumir. Al gobierno de turno realmente se la da una higa que la gente tenga o no cultura. Al poder, lo que realmente le importa es que sus súbditos no se quejen. Por eso, los políticos viven obsesionados con la riqueza: crear riqueza.

Riqueza material, se entiende. Que no es otra cosa que comprar votos. Pero, ¿y la cultura? ¿Quién le agradece al gobierno la cultura?

Depende de lo que se entienda por cultura. Para mí, cultura es cultivar. Nunca me gustó el football, esa expresión máxima de la cultura popular contemporánea. Si hubiera tantos programas de radio y televisión dedicados a cultivar el mundo de los libros, las artes o las ciencias como a cultivar el mundo del deporte, quizá la riqueza material no sería el valor supremo de nuestra sociedad.

Pero la afición a los deportes no es una afición de individuos, sino de masas. ¿Cuál es ese placer inefable que proporciona el sentirse masa? Exceptuando alguna que otra excursión en autocar en mis tiempos adolescentes, siempre he sentido aversión por esa variante de placer, el más primitivo de cuantos puede experimentar el ser humano.

Con los deportes, lo que sucede es que me aburro. Una vez averiguadas todas las combinaciones posibles de jugadas sobre un campo de football, ¿qué novedades puede aportar la contemplación de una de ellas? El football es un ajedrez para neanderthales. Algo así como sacar a pasear al perro y difrutar viéndolo correr, con la lengua fuera. Mí no comprender.

Esa supremacía de los valores de masa frente a los de individuo hace que el arte, e incluso la ciencia, sólo puedan formar parte de la cultura popular en tanto que fenómeno multitudinario. Los museos y salas de exposiciones se abarrotan de japoneses, de familias, de autocares de jubilados en visitas guiadas. ¿Realmente toda esa gente disfruta con las obras que se les muestra?

La respuesta, pese a todo, es 'Sí'. Pero para que un cuadro de Cézanne tenga tantos aficionados como un Sevilla-Bétis ha sido necesario antes transformarlo en espectáculo. ¿Qué espectáculo? La contemplación de un 'objeto decorativo'. Sin honduras ni sutilezas. Sin análisis ni síntesis. Sin resonancias históricas ni dramáticas. Sin cortocircuitos mentales. Simplemente, un objeto decorativo... demasiado caro para tenerlo colgado en mi pared.

Pero en cuestión de valores todo es subjetivo, y uno no tiene derecho a menospreciar a nadie por no amar la novena de Beethoven o los óleos de Kandinsky. ¿Por qué la literatura, la música o la pintura habrían de ser más respetables que un desfile de modelos? ¿Por qué diablos tendría que ser más trascendente el Stabat Mater de Pergolesi que unas bragas de Armani?

Cierto, son preguntas sin respuesta. Lo único que uno puede hacer es ignorar a las masas y tratar de buscar, por el ancho mundo, sus propias afinidades.

Si puede.

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Nosce te ipsum

Por qué no decirlo. Para algunas cosas, soy torpe. Soy especialista en tumbar vasos llenos y en salpicarme las camisas con salsa de spaghetti. Y, como bricolador, soy un desastre.

Esto no es ni malo ni bueno. Cada uno es como es, y punto. Durante mucho tiempo sufrí por ello, pero ahora, cuando sucede, me proporciona incluso buenos ratos: me lo tomo con humor.

Pero, si reconozco mis defectos, ¿por qué no reconocer también mis virtudes? Respuesta: porque alguien podría interpretarlo como síntoma de arrogancia. ¿Arrogancia? Sí, Ricky: cuando uno proclama sus virtudes, está escenificando un sentimiento de superioridad.

Pisamos terreno pantanoso. Evidentemente, nuestro comportamiento ante los demás tiene unos límites. Pero, cuando uno se expresa, los límites sólo pueden valer para lo que uno dice, no para lo que 'quiere decir'. Cuando no se entiende esto, las sociedades caen en los clichés: lo políticamente incorrecto. Uno ya no puede decir 'un negro', 'un moro' o 'un maricón', porque estaría dando a entender que los considera despreciables. Por absurdo que parezca, hay que decir 'una persona de color' (¿de qué color?), un 'magrebí' (pero sin cambiar el nombre al fruto de la zarzamora) o un 'gay' (en inglés, porque el español 'gayo' sería fonéticamente desconcertante).

Cuando una sociedad está contaminada de clicheísmo, los eufemismos no pueden estarse quietos. En el siglo XVII denominaban 'cámaras' a lo que mi abuelo llamaba 'excusado', mis padres llamaron 'retrete', yo conozco como 'wáter', y ahora, difuminadamente, se denomina 'baño' o 'aseo'. ¿Qué mejor prueba de que el paquete lo pone el hablante, y el envoltorio, el oyente?

No sé si habrá alguna sociedad que esté libre de tabúes. Unos se van y otros vienen, pero difícilmente desaparecen todos al mismo tiempo. El tabú de la desnudez, por ejemplo, ha ido cediendo poco a poco hasta llegar a su límite cuántico absoluto: los tangas de cordoncillo. Pero en Estados Unidos, cuando un jefe de recursos humanos entrevista a una candidata, tiene instrucciones de no mirarla nunca directamente a los ojos. Ironías de la vida: así es precisamente como se comportan los musulmanes integristas, sus más enconados enemigos.

La naturaleza humana es como es, y yo me temo que los tabúes nunca desaparecerán de entre nosotros. Tal vez los seres humanos, como nuestras palabras, estamos hechos tanto para agradar como para... agredir. ¿Será puramente casual la similitud fonética entre estos dos verbos?

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La tentación

Algunas tentaciones son muy difíciles de resistir. Una de las más adictivas es el poder. El poder es una droga de tolerancia cero. Como dijo Lord Acton, "El poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente".

Cuando hice el servicio militar, escribí con un bolígrafo esa frase de Lord Acton en la parte interior de mi gorra de soldado. Quería que fuera un recordatorio permanente lo más cerca posible de mi cerebro. Aún así, recuerdo haber experimentado insospechadas sensaciones de placer en algunos momentos de perfecta sincronía de esos simulacros de desfile que los militares llaman 'instrucción'.

Y es que los seres humanos llevamos una bestia dentro que aprovecha la menor ocasión para irrumpir en nuestras vidas... y, lo que es peor, muchas veces también en las de nuestros vecinos. ¿Quién es capaz de razonar cuando la mujer largamente deseada, húmeda de deseo, se quita por fin la última prenda interior sólo para nosotros? ¿Quién piensa en la familia del mosquito mientras, en una madrugada ojerosa, estampa sádicamente el periódico contra la pared? ¿Quién ha vacilado alguna vez cuando, desde lo alto de la Gran Tribuna, ordenaba a la maquinaria del Estado exterminar a los disidentes?

La única cura que conozco contra esta última tentación es una democracia fuerte. Cuando digo 'fuerte', quiero decir repleta de mecanismos de contrapeso para evitar los abusos de poder. Parece fácil, pero casi nunca lo es, porque hay un principio filosófico subyacente que no todas las personas parecen compartir: el ser humano tiene tentaciones. Y, en un sistema que garantice la convivencia de una sociedad, la resistencia a las tentaciones del poder no se puede encomendar a los individuos.

Me había propuesto no hacer comentarios sobre política en este blog, pero hoy tengo que hacer una excepción. Me ha indignado la campaña emprendida por el partido español Izquierda Unida (básicamente, el antiguo Partido Comunista y otras hierbas) contra el historiador Pío Moa.

A la izquierda nunca le ha gustado que le canten las verdades. Recuerdo que, estando yo en la Facultad, unos desaprensivos volcaron un día un bote de pintura azul sobre la cabeza de un catedrático. Él nunca había hecho el más mínimo comentario público sobre política, pero corría la voz de que había estado en la División Azul. El verano pasado, mi sobrina, que muchos años después estudia en aquella misma Facultad, me comentó que también ella había oído contar lo del catedrático aquel de álgebra que era 'un facha'. De pronto, recordé a aquel buen señor escribiendo larguísimas fórmulas de tensores en la pizarra, sin meterse jamás con nadie, y después el tumulto a la salida de clase, las exclamaciones de algunos alumnos y la imagen del Profesor Abellanas, más estupefacto que humillado, recubierto de pintura azul hasta los hombros. Entonces, tuve un arranque de inspiración: "Mira, sobrina", repuse, "'Facha' es, simplemente, el que no es de izquierdas".

En ese momento comprendí que lo que realmente les molestaba a aquellos izquierdistas de salón no era tanto el que el Profesor Abellanas hubiera sido o no franquista, sino que se hubiera alistado voluntariamente para luchar contra el comunismo. La izquierda española actual olvida (voluntariamente) que no pocos de sus intelectuales proceden del franquismo (lea usted, por ejemplo, Yo tenía un camarada, de C. Alonso de los Ríos) pero, en fin de cuentas, el franquismo es sólo un pretexto para victimizarse y cargarse de razón. Ahora bien, armarse con fusiles y obuses y tanques y aviones para combatir el totalitarismo comunista... eso no tiene perdón.

Porque la izquierda, como los enemigos de Galileo siglos atrás, siempre cree tener razón. Y, al concluir la segunda guerra mundial, Europa cometió un gravísimo error: proscribió, con toda la razón del mundo, los partidos nazis, pero no puso objeciones a los partidos comunistas. E incluso les permitió investirse de un aura de respetabilidad. En los años 70, esa situación propició el nacimiento de los grupos armados Brigadas Rojas, Baader-Meinhof y, por supuesto, ETA. Y, en España, la aparición de una izquierda stalinista y maoísta que -como siempre ha tenido por costumbre- monopolizó la oposición al régimen de Franco.

De ahí que casi todos los libros prohibidos que yo leía en aquellos años fuesen, más o menos disfrazados de libros de Historia, libelos marxistas. Esos lbros forjaron la Historia 'oficial' de España, que ha perdurado casi sin objeciones hasta hace unos pocos años, con la aparición de Pío Moa. La propaganda izquierdista es muy efectiva, y reconozco que yo resistí bastante tiempo antes de ceder a la curiosidad y comprarme por fin uno de sus libros. Lo que leí allí me dejó estupefacto, sobre todo porque lo que decía Pío Moa yo ya lo sabía, aunque hasta ese momento no había querido reconocerlo.

En realidad, lo verdaderamente convincente de los libros de Pío Moa no es tanto lo que él 'dice' como las fotocopias de periódicos de la época que él reproduce en sus libros. Ante el documento facsímil, el lector no puede mirar para otro lado, y se ve forzado a reconocerlo: la izquierda española era violenta, ponzoñosa y totalitaria, ni un milímetro menos que la derecha nazi de la Alemania del III Reich. Peor, tal vez, porque no vaciló en liquidar a los que, al menos sobre el papel, eran sus aliados contra 'la burguesía' y 'el capital'.

Mi conclusión, esa que hasta entonces yo ya conocía pero que por sectarismo residual no había querido aceptar, fue clara: la II República española fue un desastre sin paliativos que conducía inexorablemente a la tragedia. Y la izquierda española, en particular, fue, con muy pocas excepciones, una mezcolanza de nazis rojos, anarquistas iluminados y -ya entrada la guerra civil- comunistas genocidas. Después de Pío Moa, el que lo niegue es, simplemente, porque no sabe leer.

O porque no quiere leer, que viene a ser lo mismo.

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Hablar más alto

¿Tiene más razón quien habla más alto? A veces, parece que sí.

El domingo pasado consulté las previsiones meteorológicas para toda la semana. Las temperaturas iban a bajar sustancialmente el miércoles. Sólo un día después, las previsiones para el miércoles se habían aplazado al jueves. Hoy es jueves, y la temperatura sigue siendo primaveral. Pero eso no es todo. El martes y el miércoles iba a lloviznar solamente, y en la realidad cayeron sendas trombas de agua que duraron la mitad del día.

La conclusión no es nueva para nadie: los meteorólogos se equivocan muy a menudo. A menos, naturalmente, que predigan 'nubes y claros', que es la manera más obvia de acertar siempre.

Sin embargo, una inmensa mayoría de la población mundial cree en las predicciones de cambio climático. No sabemos con exactitud el tiempo que hará pasado mañana, pero aceptamos sin rechistar que la temperatura del planeta aumentará en no sé cuántos grados de aquí a cien años.

¿Podríamos estar siendo víctimas de un nuevo 'síndrome Galileo'? Podríamos. Pongamos un ejemplo más manejable: la Bolsa. ¿El hecho de que el Dow Jones suba durante varios meses seguidos significa que dentro de dos años estará por las nubes? Pocos en su sano juicio lo pensarán así. La Bolsa sube... y baja. El clima, igual que la Bolsa, fluctúa, pero su tendencia a largo plazo es muy difícil de predecir.

¿Cómo hacen los climatólogos para vaticinarnos esta subida de la temperatura mundial? De manera parecida a como hacen los inversores profesionales para predecir el comportamiento de la Bolsa. Le explican a una computadora cómo se ha comportado el clima en los últimos tiempos y le dicen: saca tus conclusiones. Pero ¿cuántos datos hay que darle a una computadora para que se haga una idea de cómo ha evolucionado el clima mundial?

Para empezar, habría que darle unos datos que no tenemos. Un modelo informático del clima mundial necesitaría millones de parámetros obtenidos de millones y millones de mediciones del océano, de la tierra firme, de la atmósfera, de la troposfera, de la capa de ozono, de las nubes, de la nieve, de la orografía, y hasta del Sol. A lo largo y ancho de todo el planeta, en altura y en profundidad, y durante miles -a ser posible, decenas de miles- de años.

Los climatólogos tendrían que adivinar también qué tipos de noticias darán los periódicos en los próximos cien o doscientos años. ¿Se acabará el petróleo pronto? ¿Habrá crisis económicas o guerras o períodos de auge económico que afecten al consumo de energía de la población mundial? ¿Se descubrirán tecnologías que aumenten o reduzcan las emisiones de gases industriales? ¿Se regenerarán más bosques de los que se destruirán? ¿Cuántos? ¿Crecerá la población? ¿En cuántos millones? ¿Habrá nuevas enfermedades, se curarán las que ahora padecemos?

Frente a estos colosales requerimientos, ¿qué tenemos? Los registros de temperatura sistemáticos más antiguos datan de finales del siglo XIX aproximadamente, y eso tan sólo en unas pocas ciudades del mundo: París, Londres, Nueva York. Y en aquella época los instrumentos de medición no eran tan precisos como los actuales. ¿Y del resto del planeta? Prácticamente ningún dato hasta hace menos de cincuenta años, en que se lanzaron los primeros satélites meteorológicos. Todavía hoy es difícil saber con precisión cuál es la humedad relativa en más de una capital de un país africano, por poner un ejemplo.

Adivino cuál va a ser vuestro próximo argumento: 'Pero toda esta polución que estamos enviando a la atmósfera influirá de alguna manera en el clima, ¿no?'

La respuesta a esta pregunta no está necesariamente al alcance de la ciencia actual. La radiación que recibimos del Sol es absorbida y reflejada también por las nubes, los océanos, los lagos, el aire, los valles y montañas, las ciudades, los hielos, etc. en muy distinta medida, y un balance exacto de todos esos procesos está muy lejos del alcance de nuestras posibilidades.

Sólo nos queda, pues, un argumento: 'Sí, pero se ha demostrado que el aumento de temperatura y de CO2 han ido a la par desde que tenemos constancia'.

Esta afirmación no es ni mucho menos exacta. En los años 40 a 70, en que el desarrollo industrial fue espectacular debido a la Guerra Mundial y a la posterior reconstrucción industrial, el CO2 aumentó mientras la temperatura descendía. Pero, aunque no hubiera sido así, el CO2 y las temperaturas no van exactamente a la par. Si analizamos detalladamente las gráficas, veremos que el aumento de temperatura precede siempre al aumento de CO2 en un puñado de años. Las gráficas pueden ser utilizadas con fines propagandísticos, pero hay que interpretarlas con rigor.

Parece más verosímil que hayan sido las fluctuaciones de la radiación solar, o las oscilaciones del eje de la Tierra, las que hayan causado las variaciones de la temperatura global, y que éstas hayan causado las variaciones de CO2 en la atmósfera. Y no a la inversa.

Pero, a veces, el que más fuerte habla es el que más se hace oír. Y, una vez echadas a rodar, las bolas de nieve son muy difíciles de detener.

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Leer

A veces, leer induce a la melancolía.

Discurría un arroyo verde por la angostura del valle.
Se ocultaba el poniente tras una gran nube amurallada, silueteada de fulgores bíblicos
y yo, casi sumergido en la penumbra de la noche,
pensaba en el acto de leer.

A veces, una página nos exalta, un capítulo nos hace contener el aliento.
Aquella tarde, alguien que viajaba en automóvil
experimentaba deseos de estar triste,
se supo aliviado por la nostalgia de un pasado joven, fallido y hermoso.
Las lomas, los bosques, los valles se prolongaban en sí mismos.

Los molinos o los gigantes. Dulcinea o Aldonza.
Ese impulso de leer, de multiplicar el mundo.
Ah, la velocidad del aire cuando se está en movimiento.
Fabricar un rojo intenso con cromo y con mercurio.
Pensar que es un criminal quien corta en dos a un centauro.

Pero la libertad también es ir de la Tierra a la Luna,
salir en busca de Molloy, ver descender a Ícaro,
ser un ser montañoso que ama a Galatea,
disgregar en Justina pedazos de sí mismo;
atarse, sordo, a un mástil y mirar el azul.

Aunque yo, aquella tarde, mientras caían las sombras,
no soñaba con ascensiones del alma, ni con el baño de Arquímedes;
no adoré a Melibea, ni evocaba a los grandes califas.
Sólo pensaba y pensaba en cómo expresar, de la mejor manera posible,
que, a veces, leer induce a la melancolía.

Era de noche. El automóvil se detuvo en un pueblecito del Tirol.

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