Pero Ricky Mango no tiene bandera. Arrió la bandera negra hace ya tiempo, y ahora prefiere mirar a su alrededor como un antropólogo del siglo XXXVII extraviado en el túnel del tiempo. Ricky Mango busca los colores estimulantes de la transgresión, pero sólo encuentra anodinos grises de complicidad. Después de haber leído a Stendhal, ¿qué interés pueden tener Paulo Coelho o Carlos Ruiz Zafón? Después de haber confraternizado con los espíritus de Alvar Núñez, de Jules Verne, de Alfred Kubin, de Choderlos de Laclos o de Guy de Maupassant, ¿a quién podría importarle que Jorge Herralde se emborrache elegantemente, rodeado de acólitos ovinos, los viernes por la noche en un bar 'exquisito' junto a la calle Tuset de Barcelona?
Pero todo esto era el introito. Lo que yo quería, en realidad, era hablar de Maupassant. Y de Flaubert. Algunos autores maliciosos han sugerido que Guy de Maupassant era en realidad hijo de Gustave Flaubert. La obsesión de Maupassant por las paternidades dudosas confirmaría, no sólo que lo era, sino que además lo sospechaba. O quizá, incluso, lo sabía.
Descubrí a Maupassant en 1984, en la cama de un hotel de Ginebra. Hôtel Lido. Rue Chantepoulet. En aquella cama, durante un mes, devoré uno tras otro varios libros de aquel autor adquiridos en la librería Payot. Fue una revelación. Lo que Maupasant describía en aquellas narraciones era ni más ni menos que mi propia alma. Aquella pasión por el Mediterráneo y por los encantos femeninos, aquellas ansias de vivir, aquella fina pluma que describía como un óleo de Renoir la campiña francesa o como una composición de Caravaggio el mineral de las pasiones humanas resonaban en mi interior con armónicos de octava perfecta.
Hoy, muchos años y muchas líneas de texto después, creo que a las narraciones de Maupassant les sobran adjetivos. Pero la fuerza de su humanidad sigue incólume. He releído uno de sus cuentos que más me emocionó: 'Le baptême'. Un bautizo campagnard dibujado con fino pincel, en apenas tres páginas. Una fiesta rural, estrepitosa, y una criatura -el recién nacido- que alguien coloca entre los brazos del párroco. ¿Qué hacer con aquel niño tierno y frágil que palpita, como una flor nueva, apretado junto a la sotana? Todos están ya a la mesa. Ríen y bromean. El niño entonces rompe a llorar, y la madre lo acuesta en alguna habitación de la casa familiar. Los postres, por fin, concluyen. Anochece.
Y, de pronto, alguien cae en la cuenta de que el párroco ha desaparecido. ¿Dónde se habrá metido aquel hombre, el buen abbé? La madre entonces, a tientas, entra en la habitación donde duerme el pequeño y percibe un ruido inquietante, un movimiento. Alarmada, acude en busca de los demás. Y el grupo familiar, casi en tropel, penetra en la habitación con una lámpara, dispuestos a todo.
Allí precisamente estaba el buen cura, arrodillado junto a la cuna del niño, su frente apoyada en aquella misma almohada. Sollozando.
***
Después, rebuscando por Internet, he encontrado un artículo de Maupassant sobre Flaubert. Para poder publicar Madame Bovary, don Gustave tuvo que consentir que dos oscuros editores mutilaran su texto sin piedad. Aquella novela, sentenciaban los entendidos, era demasiado farragosa. Para suscitar el interés del público había que podar los pasajes excesivos, los párrafos más aburridos. Había que dejarla coqueta y decorativa, como un envoltorio para regalo confeccionado en unos grandes almacenes.
Me consuela comprobar que los 'entendidos' no han cambiado de estilo. Siguen cultivando esa gris complicidad con los clichés de su época. Esa mediocre adhesión a los estereotipos que ellos mismos han imbuido en la sociedad.
Menos mal que, al igual que Flaubert, las sociedades humanas padecen, de cuando en cuando, perturbadoras crisis epilépticas.
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